La vida da muchas vueltas y a veces caer en un bache puede hundirnos o sacarnos a flote, resolver dilemas y contestar preguntas… Al menos algo así le pasó a María Portilla, nuestra editora en jefe.
“Eso es lo que me ha enseñado el vientre del mar: que quien ha visto la verdad permanecerá para siempre inconsolable. Y verdaderamente salvado sólo lo está quien nunca ha estado en peligro.” – Baricco (Océano Mar)
No pensé en irme tan profundo, aunque lo presentí. Soy pintora, es mi profesión y mi pasión, a veces mi razón y mi terapia, donde le doy salida a frustraciones y tristezas. De la luna llena de octubre a la de noviembre del año pasado, me aventé el reto de hacer una exposición. No sabía el resultado: me puse el ejercicio de exponer todo lo que pudiera pintar en un ciclo lunar. Fueron 17 obras en 28 días… han sido los días más prolíficos de mi vida.
La exposición tenía como nombre Índigo infinito. Trabajaba con ese color, que se convirtió en meditación, ritual, entendimiento y recordatorio de la vida y la muerte, de las posibilidades y los matices que tiene la vida. La rigieron dos conceptos: la noche y el mar.
La obra se fue acomodando a su ritmo, como es la vida, como hay que dejarla ser, al paso de las olas del mar. La inauguración fue en luna llena, un día clarísimo. La iluminación era tenue, había velas por todos los rincones, claveles blancos y rosas, y un altar abajo del texto. Estaba mi gente querida, bromeé con que era mi funeral.
Además de ser pintora, soy directora y editora de Mi Valedor. Y unos días después, al salir de una junta con mis amigables y pacientes contadores (donde la conclusión fue la misma de siempre: si les entra dinero, lo que hay que hacer es pagar los impuestos), me subo a mi bicicleta —mi medio de transporte— y pienso: “qué coraje pagar tantos impuestos sabiendo a dónde se van: a las cuentas de banco de los políticos, impuestos de una empresa social que hace el trabajo que el gobierno debería hacer”. Agobiada por la situación económica de la empresa y sintiendo mucha responsabilidad sobre los hombros, doy vuelta en una avenida concurrida y veo un hoyo gigantesco en el asfalto. En esos segundos decido si frenar o irme a la derecha, pero a la derecha ya no llego, a la izquierda me atropellan, entonces freno sin calcular la potencia… La bicicleta vuela por arriba de mí y logro poner brazos en lo hondo del charco, salvar mi cabeza. Es la primera vez que miro de frente a la muerte.
Esto es lo que pasa cuando navegas en mares defeños: te sumerges literalmente en las profundidades del charco. Me mojo de pies a cabeza. Me orillo con la muñeca rota y el brazo zafado, o por lo menos percibo que no está en su lugar. No se me ocurre qué hacer, pues como me había golpeado la cabeza, sé que debo moverme con cuidado.
Entonces me quedo pasmada esperando que algún automovilista enajenado de lo que pasa afuera, se dé cuenta que alguien necesita ayuda inmediata; me entristece la idea de una sociedad tan poco empática. Me siento invisible, y las poquísimas personas que no vienen metidas en su celular voltean con cara de “pobrecita, pero no es mi responsabilidad” y con tal de no mirar, regresan la mirada a su dispositivo móvil. Pasa un ciclista después de 50 coches y me ofrece ayuda.
Yo no sabía que las ambulancias son como la mayoría de los policías, con los que hay que regatear, negociar y hablar un mismo lenguaje de oportunismo rapaz. Evidentemente los curtió el mismo sistema:
—¿Tienes dinero?, esto te va a salir carito…
—No sean mala onda, soy pintora, déjenmelo barato. Además, es la mano derecha con la que pinto.
—Uy, pues ojalá tengas seguro médico, ellos te lo reponen.
—No tengo, ¿pero en cuanto me sale el aventón?
—3,500 ¿tienes?
—No, no tengo, déjenmelo en 2,000.
Entonces percibo que ninguno de ellos es realmente un paramédico, la poca ayuda médica que recibo es pésima.
Ya en la cama del hospital privado, donde el conteo de horas es crucial por que el costo aumenta por segundo, se asoman los transas de la ambulancia mientras me suturan la barba, a enseñarme que me están regresando mis pertenencias y que no se han robado nada:
—Tienes la cartera vacía, ¿no nos puedes hacer transferencia desde tu celular? Ah no, viene mojado ¿cómo le vas a hacer?
De pronto escucho la voz de mi mamá y con afán de quitármelos de encima les digo que ella les va a pagar. Le bajan 7,000 pesos. Lucrando con la desgracia ajena en vísperas navideñas… ¡es indignante!
Me toman radiografías, me dicen que mi mano está hecha pedazos y las predicciones no son las mejores. Me vuelve a pesar la existencia y el ponerle valor monetario. ¡Qué caro es existir! No logro dejar escapar pensamientos fatalistas de no volver a usar mi mano derecha y no volver a pintar.
Después de desenredar el nudo en el que me metí, resulta que tengo que ser operada de emergencia, me lanzo al Hospital General de Rehabilitación donde entro a urgencias y la noticia es que no hay quirófano, por lo que acabo en el Hospital General Manuel Gea González.
No tengo seguro médico ni prestaciones, entonces vivo la situación que la mayoría de la población enfrenta. Me quedo como todos a esperar mi turno para ser atendida casi 12 horas después del accidente.
Nada más puedo pensar en la fragilidad de la existencia, y cada cinco minutos pasa por mi cabeza la situación de los valedores y las personas que están en situación de calle, para quienes la principal causa de muerte es la negación de servicios de salud.
Esa mañana soñé con el mar. Soñé que me iba nadando a la profundidad, no sentía más que calma, y la presencia de dos seres en una balsa y uno de ellos me lanzaba una cuerda de pescar, de la cual yo me sujetaba con todas mis fuerzas.
En el hospital me atienden dos doctores jóvenes y guapos, en sus prácticas profesionales. Me dicen que me tienen que poner el brazo en su lugar y que eso me dolerá como nada en el mundo, pero que tengo que aguantar y que sí tendré arreglo: mi mano volverá a pintar. Lo hacen profesionalmente, lo moldean como plastilina. Y es ahí donde mi esperanza hacia este país, ciudad y sistema de salud revive. Y mis ganas de pagar impuestos.
Por algo pasan las cosas y hacen sentido después. Algo me han enseñado la vida y el mar. Yo solo le pedía al universo un descanso de tanta responsabilidad y hacerme bolita para dormir/morir, ponerle freno a la aceleración que nos hace vivir este presente futuro.
Y vuelvo a pensar en el flujo de vida del ser humano y me da vértigo existencial.
Salgo de la operación directo al mar.
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