Leopoldo Lezama nos sumerge en un relato bañado en sangre y lágrimas para retratar esa lucha antigua de nuestros antepasados, aquella noche en que se conquistó la ciudad de Tenochtitlan.
Se despertó sofocado. Las imágenes caóticas continuaban taladrando su cabeza aun cuando el sol ya se asomaba en lo alto. El hombre abrió la puerta del pequeño jacal construido apenas con ramas mal apiladas y caminó unos metros hacia el desfiladero. La montaña los protegía de la realidad afuera. El viejo inhaló profundo y observó el horizonte. Un gesto de congoja se dibujó en su rostro. A lo lejos, una columna de humo se levantaba del gran templo; las llamas devoraban piedra tras piedra del recinto que él, único sobreviviente del consejo del monarca, había jurado defender. Aún reinaba el desastre un día después de que había logrado escapar de la ciudad. Por la noche, se dio cuenta de que la resistencia no iba a poder contener la marea de enemigos que venían entrando por la calzada. En vano amurallaron la plaza principal, en vano las mujeres formaron filas para proteger los salones sagrados. Los invasores entraron abriendo fuego y nada fue suficiente ante el galope de aquellas grandes bestias. Las mujeres fueron atravesadas por el hierro de las armas, más fuertes que las frágiles lanzas de los indios. Los hombres fueron decapitados y sus cabezas exhibidas al frente de la plaza. Los santuarios de Huitzilopochtli y de Ehécatl quedaron en cenizas. No respondieron a tiempo. Los deslumbró el color de su piel, sus vestiduras de hierro, sus pedazos de cristal como agua viva.
—¿Cómo sucedió esto, abuelo? –la voz del niño llega debilitada, como el correr de un riachuelo a punto de secarse.
—¿Sabes? Yo vi este desenlace en un sueño hace algún tiempo. Vi montañas merodeando los mares, hordas de hombres extraños desembarcando en nuestras costas. Una noche tocaron a mi puerta. Yo estaba muy cansado porque había visitado a principales de otros reinos, así que no hice caso y continué durmiendo. Mas los golpes persistieron y pronto fueron de alarma. Me incorporé entre la nebulosa del ensueño y abrí la puerta. Era una anciana andrajosa; su rostro sombrío y surcado de cicatrices no podía expresar más que desgracia. “¡Despierta!”, me dijo. “Tranquila, ¿no ves que ya estoy aquí?”, le contesté no sin molestia. “No, no, despierta y despierta a tu monarca y a tu pueblo porque se avecina una tragedia”. Yo estaba tan cansado que solo deseaba volver a recostarme. “¡Despierta consejero! ¿No ves que ya vienen?”. “Pero, ¿quién viene, anciana? ¿No quieres pasar y beber un poco de agua?”, le dije, tratando de tranquilizarla. “¡No hay tiempo! Ellos ya cruzan los mares desde un lugar muy lejano. Vienen de otro mundo, ¿comprendes? Y sus intenciones no son buenas”. “Pero, ¿quiénes llegarán, anciana? ¿No sabes que nadie en estas tierras está por encima del supremo monarca?”, insistí para que se terminara de marchar. “Es que tú, sabio noble, ¿no logras ver que ellos no son de estas tierras? ¿No comprendes que su señor es otro? Lo que vivirá tu pueblo no será un encuentro”. Recuerdo que sus palabras no provocaron en mí más que fastidio. No logré advertir que se trataban de un presagio funesto.
El niño se acercó a la orilla del risco. Sus ojos espantados vieron cómo a lo lejos una ráfaga de viento atizaba el fuego del gran templo. Pudo ver también a los invasores arrastrar a un grupo que seguía resistiendo. Los hombres hicieron que los guerreros formaran una hilera junto a la orilla del lago y los forzaron a hincarse. El niño observó cómo las espadas se alzaron en el aire para luego caer con un golpe seco sobre el cuello de los cautivos. Se escuchó un grito en la altura de las montañas. El viejo tapó la boca del niño y lo condujo al interior del jacal.
—Tenemos que guardar silencio. Si nos atrapan, de nada valdrá haber dejado morir a los nuestros.
Entonces el sabio soltó un llanto contenido. El niño se acercó a su abuelo y lo abrazó. Acarició sus cabellos y le ofreció uno de los pocos alimentos que habían recogido en el camino.
—¿Por qué te avergüenzas de estar vivo, abuelo? Tú no eres un guerrero. Tu misión es aconsejar al monarca. No tenías por qué morir.
—Es verdad que no soy guerrero. Pero mi deber era pelear como todos los demás. No seguir el ejemplo de Motecuhzoma, que se dejó vencer por el miedo y entregó nuestra gente a esos cobardes.
—¿Entonces ellos no son dioses, abuelo? Yo escuché decir a otros sabios que estaba escrito que llegarían y que sería una época de bonanza.
—¡Y mira la bonanza que trajeron! ¡Vuelve a la orilla y ve el lago teñido con la sangre de nuestros hermanos! Los niños como tú sufrieron la misma suerte; por eso te saqué de ahí. Yo no iba a ofrecer tu vida a este nuevo dios de exterminio.
A lo lejos se escuchaban los horrores de la batalla interminable. De vez en cuando un cañonazo rompía el silencio y hacía estallar el estrépito de los pájaros. Casi al caer la noche el viejo comenzó a ordenar las cosas que había rescatado: papiros, telas, piedras preciosas, ídolos esculpidos en pequeñas figurillas. El niño preguntó qué iba a suceder. Entonces el viejo se puso en cuclillas y habló con su nieto:
—Escúchame bien. Nos han derrotado, nos han matado. Los que sobrevivieron serán esclavos en su propio hogar. Los dioses se han ido y solo quedará la palabra donde resonará el corazón del viento y del agua. La palabra del sol y de la luna. La palabra de nuestros ancestros. Y tú tendrás que cruzar las montañas y llevar nuestra palabra a donde esté a resguardo.
—¿Y cuándo te volveré a ver, abuelo?
—Tú ahora tienes una misión. Yo también tengo una que cumplir. Cuando los pájaros vuelvan a cantar, tú te irás y yo seguiré mi destino.
Al amanecer, un grupo de invasores vislumbró un jacal oculto entre la hierba en lo alto de una colina. El que iba al mando forzó la improvisada puerta y entró con pretensiones de lucha. Un hombre yacía al fondo, arrodillado, con los brazos apuntando al cielo raso y pronunciando frases ilegibles. Los intrusos se miraron unos a otros sin saber qué hacer. Por un instante escucharon los cantos milenarios. La sangre que brotaba del pecho del anciano humedeció la tierra. El destino se había cumplido. Nueva sangre germinaría en otro tiempo y en otras tierras.
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Haz un donativo aquíLeopoldo Lezama (www.revistamaquina.net). Es editor y ensayista. Ha colaborado con diversos medios nacionales y extranjeros. Actualmente dirige la revista digital Máquina
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