En este relato de Andrea Montes nos adentramos en la mente de alguien con paranoia y en la mente de un psicópata. Nos invita a reflexionar sobre cómo la vida puede cruzar los caminos de dos personas para que, al final, solo quede una.
El primer año en la capital fue aterrador. Todas las mañanas de aquel año me dio por fantasear que ese día iba a morir. ¿Nunca te has levantado pensando en la idea de que ese día vas a morir? ¿No te has levantado por la mañana con la absoluta certeza de que la vida te jugará chueco? Que esa mañana, por ejemplo, un psicópata se habrá levantado decidido a divertirse de manera diferente, imaginando asesinar a su víctima basándose únicamente en la selección de alguna característica específica, como sería, digamos, el color de una prenda, o el corte de pelo, o según un tipo de calzado, o el detalle de color rosa mexicano de unos calcetines que viera portándolos en el metro entre las estaciones F y G sin importarle el género… Y que esas elecciones son las mismas que toma todos los días, de lunes a viernes a primera hora de la mañana, para dirigirse al trabajo, pero que ese día decidió reportarse enfermo para dedicar su mañana exclusivamente a buscar a la persona que, por fin, se había resuelto a encontrar para matar.
¿Nunca has pensado que tú –que te levantaste ese día sin otros calcetines limpios a la mano que los rosas mexicano por culpa de tu lavadora que no sirve gracias a la última puta tormenta que la fundió chingándose de paso tu computadora, y que ahora te obliga a usar ese ridículo color para comenzar tu día dirigiéndote hacia la estación F del metro, como haces cada mañana a primera hora… Y que, corriendo torpemente hacia las puertas del vagón para no perderlo, llegas tarde, obligándote a tomar el siguiente tren en el cual, para tu mala suerte y como producto de una conspiración cósmica que comenzaría en las rebajas del año 2009, en que se te presentó la vulgar oportunidad de hacerte de un par de calcetines rosa mexicano, y que en complicidad con el clima que ocasionó una tormenta que fundió tu lavadora la semana pasada, sumado a la torpeza de no haber corrido lo suficiente para alcanzar el metro anterior–, te toparías con aquel psicópata dentro de un vagón específico de la línea 12?
No me digas que nunca lo has imaginado. Que tal vez el destino ha decidido seguir jugando con tus días, prologando tu sentencia de vida unos momentos más al hacer que él aún no sepa que ha encontrado a su víctima. Y que tú no sepas que has encontrado a tu verdugo. Que tarden algunos minutos más en reconocerse… claro, hasta que logras encontrar un asiento –también para tu desgracia–, del cual se levantó un caballeroso hombre para dejártelo y que aceptas complacida –y también por huevona–, para que al cruzar tus piernas quede al descubierto tu pie derecho, dejando ver tu vulgar prenda de roperazo navideño color rosaputamadremexicano, entregándote en charola de plata a tu propio asesino. Y es que es tan evidente ese color, que el desconocido asesino no puede evitar voltear a verlos. Pero después te mira a ti a los ojos. Y tú lo miras apenada. Y cruzan miradas. ¡Y pum! Se ha establecido una inquebrantable relación. Una relación muy enferma, eso sí, que es silenciosa y con fecha de caducidad. Una relación que tú desconoces que ha sido establecida, porque tú y tus putos calcetines rosas solo existían en las fantasías de un pasajero anónimo, para quien ya eres ahora una obsesión –como buen psicópata que es–, y que no descansará hasta consumar su esquizofrénico placer poniendo sus asquerosas manos alrededor de tu cuello. ¿Nunca has pensado eso?
¿No has pensado que la garantía de la vida puede ser así de frágil? Tan quebradiza como el estar sujeta al fetiche de un fulano loco que desde alguna ventana del más alto edificio del centro está buscando matar con su rifle a las primeras tres personas al azar que encuentre vistiendo una corbata azul, como la que llevas puesta ahora mismo…
Ciudad de México, 12 de noviembre de 2001
Imagínese usted, querido lector, que lo que acaba de leer es el diario de una persona que comenzó a documentar todas sus paranoias por miedo a que un día su memoria decidiera irse. La rutina de su escritura era un impulso tan desesperado que rayaba en la locura. Y no tanto por la tentación de la creación artística, sino por la ansiedad de salvarse a sí misma de su propia mente. Pues bien, todos los días Ella se levantaba así: con la efímera fantasía de que ese sería el día en que iba a morir y con la tarea de escribir en su libreta de manera ordenada y por tipología, una biografía de todas sus fantasías, comenzando por sus fobias: miedo a la altura, a los espacios abiertos, a la gente, a las arañas, a la profundidad, al ridículo, al color rojo, a los insectos, a la muerte, al sueño y, la peor, a perder su memoria.
“Lo peor que te podría pasar es que el Alzheimer te termine de matar en mi mente para siempre –le dijo una vez al espejo–. Eso sí sería una verdadera tragedia”.
En el trascurso de las siguientes semanas, Ella le comentó a Tomás –su mejor amigo– y a sus colegas más cercanos sobre su paranoia del psicópata en el metro, sobre su fobia de perder la memoria e, incluso, sobre la angustiante posibilidad de ser incapaz de recordar que sentía eso último. Pero, desagraciadamente, ya era muy tarde para la angustia. El Alzheimer se había instalado hacía 15 años.
Un día, Ella se levantó como cada mañana… pero ya no distinguía entre qué era realidad y qué fantasía. Espera, ¿Ella? Y, ¿quién es Ella?
¿Qué te estaba contando?
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