De una forma magistral y maravillosa nos adentramos en este cuento, que en realidad no es un cuento, pero que sigue siendo una historia que espera tener un final feliz.
1.
Avenida Bucareli, frente al reloj chino. Una mesa plegable sobre la banqueta en donde platicamos Rolando, un hombre de 38 años en situación de calle, y yo, que trabajo como editor. Rolando me dice que no le gustan los cuentos. Él quiere escribir otra cosa, por ejemplo sobre aquella selección mexicana que ganó la Copa Mundial de Futbol Sub-17. Le digo que podría escribir un cuento inspirado en ese tema, pero que pronosticar que aquellos jugadores van a ganar el Mundial de Rusia no es un cuento, que es un texto de naturaleza distinta, y que en esta ocasión le han encargado que escriba, específicamente, un cuento. Lamento mis palabras mientras las digo, pero las digo de todas maneras. “¿Qué demonios es un cuento?”, me pregunto al tratar de explicárselo a Rolando, porque todo ese conocimiento que creí tener se desvanece ahí mismo, de manera mágica, frente al reloj chino, frente a Rolando.
Él me dice que la noche anterior había escuchado un programa de radio en donde alguien daba consejos para escribir cuentos. Uno de los consejos era que las personas no debían comenzar a escribir hasta saber cómo iba a terminar su historia. Rolando no recuerda otros consejos porque comenzó a quedarse dormido con la voz de quien hablaba como telón de fondo.
Lo imagino a él, la noche anterior, en esa habitación que comparte con un amigo, mientras escucha con atención la radio porque sabe que el día siguiente deberá escribir un cuento, pero el sueño lo vence y se queda dormido. Lo único que sabe es que debe saber cómo terminar antes de empezar.
2.
Es la segunda vez que nos juntamos para trabajar y él parece desilusionado. Lo animo a escribir sobre sí mismo. Dice que ya va a concluir la escuela y le digo que ése podría ser un buen tema: su historia podría tratar sobre los problemas que tuvo para inscribirse, o sobre la primera vez que entró al salón de clases, o sobre el primer examen que presentó. Un personaje, un objetivo, algunos conflictos. “¿Cómo fue la vez que te inscribiste?”, le pregunto. Dice que en esos días él solía vender periódicos gratuitos en colonias marginales, colonias a donde no llegan esos periódicos gratuitos, y por eso la gente los compraba cuando, de repente, vio el stand de becas del gobierno. Rolando me observa de manera detenida. “¿Un personaje?”, pregunta. El personaje, digo, es un hombre de 38 años que vende periódicos gratuitos en esas colonias a donde no llegan los periódicos gratuitos. Rolando me ve y, por primera vez en la tarde, sonríe.
3.
¿Rolando Zacarías Mota? Pa’ nombrecito, me dijeron cuando llenaba la hoja de pernoctación en el albergue de la delegación Iztacalco. ¿Cuántos años tienes? Treinta y ocho cumplidos, le dije a la trabajadora social. ¿Tienes tatuajes? No. ¿Tomas alcohol? No. ¿Fumas? No. ¿Fumas marihuana? No. ¿Inhalas activo? No. ¿Fumas piedra? No. ¿Tienes familia? No. ¿Cuánto tiempo tienes en situación de calle? Cinco años. ¿Por qué estás en situación de calle? Problemas con la familia. ¿Qué piensas hacer el tiempo que estés de usuario en el albergue? Estudiar y trabajar. ¿Qué estudios tienes? No tengo nada.
Por fin termina el cuestionario de ingreso. Otro trabajador social me dice: “Estarás tres días en el área de observación y luego pasarás al área general. Tendrás comida, baños y una cama. Contamos con servicio médico, psicólogo y la escuela para adultos INEA. Respeta las instalaciones, a los trabajadores y a tus compañeros usuarios, de lo contrario causarás baja inmediata y definitiva”.
Ya advertido trato de seguir las reglas. Los primeros cuatro meses fueron para conocer el ambiente y también la ciudad. Migrantes, gente de provincia, muchos señores de la tercera edad, indigentes, ex reclusos, monos, piedrosos, marihuanos, muchos gays… Y algunos pocos, como yo, que querían mejorar su calidad de vida; por eso estaban ahí, con problemas de adicción y viendo cómo se iban los días.
4.
Rolando lee en voz alta el cuento que escribió la noche anterior. Lo escucho entusiasmado. Le pido que lo lea otra vez. Me gusta la primera parte, tiene buen ritmo y supo cómo delinear a tres personajes. Y ese diálogo, cuando la trabajadora social pregunta al narrador qué estudios tiene y él le contesta que no tiene nada: “¿Qué estudios tienes? No tengo nada”, contiene casi toda la inspiración que cabe en un cuento.
Pero, después de esos tres párrafos, Rolando se acelera hacia el final, y en pocas líneas cuenta que estudió la primaria, la secundaria e inglés, que ya no vive en el albergue y que le faltan dos mil pesos para conseguir su certificado escolar, y que conoció un proyecto que da empleo a poblaciones callejeras y que se ha convertido en un microempresario.
Está bien, le digo, pero hay que contar eso mismo de manera distinta. “¿De manera distinta cómo?”, pregunta. Lo miro y, antes de que un claxon vuelva a robarme su atención, le contesto que distinto es con más palabras. Y cuando lo digo no sé quién habla por mí: si el más estúpido de los editores que me conforman, o si el editor que trata de provocar que Rolando vuelva a escribir un diálogo tan bueno: “¿Qué estudios tienes? No tengo nada”.
El claxon lo distrae de todas formas. “¿Más palabras?”, me pregunta Rolando. Me retracto, le digo que escriba con más paciencia la segunda parte de su cuento. Se vuelve a mí y dice que él no quería escribir un cuento de su vida, que quería decir que su vida era como un cuento, es decir, con un final feliz. Que antes de sentarse a escribir un cuento, él ya sabía cuál debía ser el final. Me pide que yo lo escriba.
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