Viajamos al pasado, a la época en que esta familia tenía una panadería, y todas las vicisitudes que entonces se vivían, los diferentes panes que se horneaban y un par de anécdotas que tiñen de vida la memoria.
Cada dos o tres cuadras, en cada colonia, había una panadería. La nuestra era la panadería de La Rosa. Ahí estaba, a cuadra y media de la casa, la más famosa del barrio. Antes de llegar a ella, se adivinaba el santo olor de la panadería.
Era iluminada, con un largo mostrador en donde exhibían las charolas a través de sus vidrios rebosantes de conchas, chilindrinas, volcanes, novias, ladrillos, polvorones, panqués, violines, lolas, monjas y cocoles…, todo recién salido del horno. Nosotros apenas sacábamos las narices por arriba del mostrador y nos parábamos de puntitas para apuntar con el dedo lo que ya nos comíamos con los ojos.
A las seis de la tarde era la cita obligada de las criadas -así les llamábamos entonces por que llegaban muy chicas y duraban tantos años que prácticamente eran criadas en la familia-, que llegaban con los nombres de los panes aprendidos a fuerza de regaños de las patronas, pues tenían que pedir sin equivocarse tantos biscochos con sus nombres como lo habían pedido los niños: para Carlos, chilindrinas; para Héctor y Tavo, conchas; para Lupe, monjas; para Mella, polvorones y espejos; y por supuesto, varios cocoles para que mamá nos los preparara con nata. A mí todo me gustaba, las orejas, las novias y las campechanas, y qué decir de los garibaldis con chochitos y mermelada, empezaba a hacérseme agua la boca, y cuando teníamos una moneda de dos centavos, de esas grandotas de cobre, nos comprábamos algún capricho extra, y la gran bolsa de pan no nos costaba más de un peso. Ese era el ritual de todos las tardes.
La Rosa era una panadería de asturianos, como la mayoría de ellas; hasta la fecha, panaderías y molinos son de españoles, de donde hicieron sus fortunas. Llegaban de sus pueblos con alpargatas y boina e iban trayendo poco a poco a los familiares, hijos, hermanos o primos a hacer las Américas.
Un día llegaron Pascual y Evencio, uno era flaco y alto, el otro chaparro y pecoso. Eran muy chicos y mientras podían entrar a la escuela los metieron a trabajar en La Rosa. Ahí aprendieron la disciplina del trabajo y también aprendieron el estilo de los mexicanos. Ahí empezaron a patinar en las tarimas llenas de aserrín y a lidiar con las sirvientas. También aprendieron el nombre de los panes y todo el folklor de las panaderías. Muchos años después, platicando de la infancia con una buena amiga española, coincidimos en nuestra vecindad en la Santa María, y cuando mencionó a sus hermanos Pascual y Evencio, inmediatamente me vinieron a la mente aquel par de muchachos recién llegados a la panadería de La Rosa. Sin embargo, ella siempre me había hablado de sus títulos nobiliarios y su casa blasonada…
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