¿Cuál es el límite cuando nos emberrinchamos? ¿Hasta dónde podemos llegar en un arrebato de enojo? Es algo que el protagonista de esta historia tendrá que descubrir, como tantos más en las calles de nuestra capital (y del mundo entero).
– ¡Irresponsable e irrespetuosa! ¡Eso es lo que es usted!
– ¡Métete! –le gritó la mujer a su criatura, al tiempo que conmigo hacía lo mismo pero de manera amenazante–:
¡A mí usted no me va a decir eso y menos enfrente de mi hija!
Si ya se lo había dicho, pensé, mientras ella urgía a la asustada niña a abrocharse el cinturón. Me intrigaba que, aunque pocos calificativos amables y subidos tonos poblaban el corto diálogo que la señora y yo tuvimos frente a la entrada de mi casa, era de “usted” que nos habíamos hablado. No tuve mucho espacio para mis consideraciones sobre el verbo y las personas. Ella había echado a andar el automóvil y maniobrado arrebatadamente, en lo que yo supuse era el furioso desbloqueo de mi cochera y la conclusión del asunto, al menos por ese día. Echó en reversa a tal velocidad que casi estampa el oriental trasero del compacto con una camioneta americana que subía penosamente por la empinada calle en la que vivo y en la que hace meses decidieron instalar, para desgracia de mi tranquila libertad de conductor que entra y sale cuando le viene la gana o la necesidad, la guardería vecina. El hombre alcanzó a reaccionar, lo que quiere decir que, como es la costumbre en esta ciudad, tocó el claxon antes que pisar el freno. Se mantenía en ello, aferrado, mientras la mujer –con un tronido que nos hizo saber, a los ya varios testigos, que en momentos como ese la salud del embrague del vehículo le era poco atractiva– metía la primera velocidad acelerando a fondo para lanzarse, como si fuera un ariete traído directamente del medievo, contra el macizo portón de la casa que momentos antes de cínica cuanto egoísta manera había obstruido. Obstruir-destruir era su lógica, su dialéctica, su física, y en ello se aplicaba enajenada.
Las empleadas del plantel, en cuyas manos son depositados diariamente desde muy temprano los infantiles destinos, y los pocos pupilos que quedaban a esa hora del día, atestiguaban –no sin espanto– las marchas para atrás, los arrancados quejidos de la caja de velocidades y los obuses, como si fuera un espectáculo que, asomándose a la reja, les hubiera tocado de manera gratuita y con butaca preferente. Ella vociferó un: “¡Así aprenderás, desgraciado!”, que no se pudo distinguir en oración completa dado que a los claxonazos de la camioneta se habían sumado los de varios taxis que en escandalosa fila india aguardaban para seguir su camino. Yo apenas y me había hecho a un lado con un ágil brinco extraído de la adrenalina más que del ejercicio, lo que me permitió entender el final de la sentencia que consistió en un “…¡conmigo no te metes!”. Era muy claro: ahora, en su repetida letanía, la mujer ya me tuteaba.
Me volví a distraer con esto hasta que llamó mi atención un señor en la acera de enfrente que de su saco extrajo un teléfono celular. “Bravo”, pensé, “alguien hará lo pertinente y llamará a las autoridades antes de que todo quede reducido a astillas… Claro que tanto ruido”, continué en mi pensamiento, “poco favorecerá la comunicación”. Algunos de los vástagos gimoteaban por su compañerita y ella, en el vértigo de la ira inserta, gritaba inútilmente “¡Mamá! ¡Mamá!”, en tanto rebotaba de un lado a otro una vez y otra vez y una vez más.
Un instante después, como si todos se hubieran puesto de acuerdo, se hizo el silencio. Ella se detuvo y volviéndose hacia la niña –ya totalmente inmóvil– sólo atinó a regañarla:
– ¡Te dije que te pusieras el cinturón! ¡Te lo dije! ¡Bien claro que te lo dije!
Luego se fue, y tras su abollado vehículo los demás. El hombre del teléfono celular cruzó la acera y, mientras yo levantaba el tiradero, me mostró entusiasmado la serie de fotografías que había sacado con oportunidad y no sin riesgo. “¡Qué tal, eh!”, comentó orgulloso, “¡Es increíble lo que ha avanzado la tecnología! ¿Hasta dónde vamos a llegar, mi amigo?”.
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