Tal vez no haya momentos más extraños (e incómodos) que esas pláticas que sostenemos con personas que, si bien no son desconocidos, tampoco son amigos. Eso es lo que le sucede a nuestro protagonista en esta breve historia.
Mi amigo me pide que lo acompañe a tomarse una última copa en el centro histórico, antes de su inevitable huida a Morelia. No puedo seguir en la misma ciudad que ella, me dice por teléfono y su voz es la de un hombre con los ojos hinchados. Quedamos de vernos en La Portales a las nueve.
Le caigo media hora antes. Nada qué hacer. Lo espero afuera porque si me meto tendré que pedir algo y básicamente si ese cabrón no paga la cuenta me quedo sin lana para la renta. Federico, el mesero, me ve y sale a platicar conmigo. Me cae bien el pinche Fede. Ex luchador. Su mote era El Gran Apache debido a sus evidentes rasgos indígenas. Me da la mano y siento los callos en sus nudillos. Qué milagro, me comenta. Le respondo que he andado sin feria.Apuesto un huevo a que me va a preguntar acerca de Frida.
Ya no ha venido Frida, me comenta en voz baja, ¿ya se habrá juntado con otro o qué? Yo le digo que no sé bien qué pedo. Invento que me la encontré hace poco y ya no es la misma de antes. ¿Cómo así? Pues sí, pienso. Se pinto el cabello y anda rasguñando sus últimos años de juventud, además engordó, invento. Pero el culo no se pierde nunca, me responde el Gran Apache. Cuando una panocha tiene buenas nalgas nunca las pierde, me dice serio y altivo, nomás le falta la pipa de la paz al cabrón. Para cambiar el tema le digo que andan estrenando meseritas, que están fregonas. De reojo las sopeso. Pero a estas las compran por kilo: todas chaparras y mensas, me comenta. Yo guardo silencio. Pues sí: chaparras sí están. Y tampoco ha venido tu carnal, me dice, escarbándose las muelas con la punta de la lengua.
De hecho lo ando esperando, respondo, nos vamos a echar un par de rones. Él tose. Me señala una periquera en la barra. Ahí en esa silla casi se la parchaba. Siempre que venían. Tu cuate le bajaba los calzones y se moneaba con ellos. Permanezco callado, no quiero tener esta conversación con este hombre.
Y luego le metía el dedo así… hace una seña con mano, un requinto. Y ella se movía. Rico. Rico. Hasta acá olía...
Órale, agrego, secamente.
Unas nalgotas, qué bárbara. Y se meneaba haciendo caras.
Pinche Gran Apache todo caliente, pienso revisando mi reloj.
¿Tú no te la agarraste?, me pregunta. Era bien puta.
No.
¡Cómo crees! ¿Neta no te la agarraste? Cuéntame. A mí me dijeron que sí.
No, Fede, si era la nalga de mi carnal, no chingues.
Él le metía el dedo hasta adentro, bien sabroso. Ella nomás haciendo caras.
Oye y ya no está Lulú, le pregunto queriendo cambiar de tema.
Nel, ya no. Cuéntame ándale. Te la parchaste, ¿verdad?
Llega mi amigo de pronto. Me abraza. En efecto: sus ojos están hinchadísimos. El resto de su rostro me resulta pálido y amarillo, como trozo de hielo en un meadero. El mesero también lo saluda. Qué onda, qué milagro. ¿Y tu nalga?, le pregunta inminentemente, con hambre. Yo imagino a Fede arriba del ring, con su peñacho de bisutería, la piel cacariza llena de maquillaje y sangre y sudor, jugándose la cabellera.
Mi cuate hace una mueca. Esa es toda la respuesta que recibirá el luchador de su parte. A mí me sonríe, en cambio. No lo sabemos pero esa será la última vez que estemos juntos. Nos sentamos en las dichosas periqueras. Tú crees que Don Fede era rudo o técnico, le pregunto.
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