Teñida de pasión, muerte y desamor, esta historia de Alexa Legorreta nos muestra cómo el destino de cuatro personas puede entrecruzarse de la forma más extraña para dejar corazones abiertos al dolor y a la esperanza.
Fue a los 23 cuando intentó suicidarse en la bañera del hotel más caro de la ciudad. Soñaba con exiliarse en Tahití, que por eso aprendió francés. Escuchaba “Las tumbas de la gloria” de Fito Páez, su madre al teléfono hecha un despojo de cicatrices; el cuchillo afilado, el agua caliente con sales marinas. El camarero timbraba una y otra vez con la llave en mano. Al abrir la puerta, el agua de la bañera corrió hasta el pasillo; se sintió tonta, inverosímil, insignificante. Recordó que a sus cinco años conoció a Eloy Cavazos, y se imaginó que había un toro bravo en la habitación de sus padres a medianoche. Al entrar al ruedo, descubrió lo que era embestir sexo con sexo. Fue ahí cuando Alejandra comenzó a enamorarse de la muerte.
Que era la chica más guapa del mundo a sus 24 años, eso dicen, con el vestido de encaje pegado a los huesos, el cabello largo y la sonrisa llena de sueños. Tuvo su primer aborto en el baño, para no perder la costumbre de morir con el peso de la conciencia sobre sus hombros. Le dolió como mil cornadas en el corazón, pero no dijo nada, que le dolía más perder la dignidad cara a cara con el mundo.
Yo la miraba de reojo desde el ventanal de mi casa. La miraba bañarse, secarse el pelo, tomar de la botella desde la azotea mientras fotografiaba atardeceres. Prendía un par de velas para distraer el olor de un té de marihuana. Que no la fumaba porque le manchaba los dientes, que no le gustaba la cocaína pero la probó para saber qué se siente un corazón palpitando como caballos desbocados. Tuvo muchos amantes, eso dicen. Pero no amó a ninguno, y no era de nadie. No se sabe de dónde había venido ni a dónde iba, ella solo quería matarse sin fracasar en el intento. Y tomaba, tomaba y lloraba hasta hincharse los ojos y los labios. Reía como loca en recuerdos y comenzaba a odiarse, se rasguñaba la cara llena de mocos y vómito.
No supe de ella cuando “El matanovias” aterrorizaba las calles. Decían en los noticieros que el tipo enamoraba mujeres para después asesinarlas. Como premio, les cortaba el cabello y lo guardaba. Mientras más largo sea el cabello, más atractiva resulta la víctima. Tenía algo, quizá carisma, quizá esa aspiración a la muerte. Me corté el cabello por culpa de la nota roja. Pero Alejandra – cabellera larga – ni siquiera miraba las noticias, no le importaba cómo el mundo se daba de topes, si se incendiaba la ciudad, a ella la cogería temblando en la cama.
En Madrid, Fernando quiere un abrazo. Que ha trabajado toda su vida en el cine. Le encanta ver películas en blanco y negro los fines de semana, sueña con una chica con cabello largo. Fernando fuma un porro, se desvela trabajando en su estudio y cuenta las horas y los kilómetros que lo llevarán a Tahití o algún paraíso lejano, México tal vez, Argentina quizás. No lo sabe bien, pero quiere escaparse un rato con su chica de piernas largas, ésa que aún no conoce.
Yo seguía espiándola. La veía masturbarse antes de salir de casa. Le gustaba masturbarse, era su petite mort. Entre gemidos y bocanadas, yo me masturbaba pensándola y viéndola masturbarse, con ganas de morirse antes que el incendio de montes y valles se extinguiera. Frágil tal vez, pero con los ojos apagados, inexpresables, solo la breve sensación de haber muerto hace ya mucho tiempo. Embestida por el amor más doliente. Que deseaba morir una y mil veces entre sábanas, el bramido de toros y rosas lloviendo sobre su cuerpo.
Una noche, Alejandra se detuvo a vomitar. Bañada en sangre la metí a mi casa. Le curé una herida profunda que traía en la mano izquierda, seguro un mal golpe, pues le gustaba golpear a los hombres que se le acercaban o le decían obscenidades en la calle. Cargaba consigo el cuchillo del hotel de hace años. Era su amuleto y estoque de la suerte, decía. A la mañana siguiente, desperté con ese cuchillo al borde del cuello; Alejandra me miraba con los ojos entrecerrados, bueno, así tenía los ojos. La abuela de su padre era de origen chino; perteneció a los migrantes chinos de la Revolución Mexicana.
Me preguntó qué hacía en mi casa, que por qué estaba desnuda, por qué me gustaba espiarla mientras se masturbaba. Después quitó el cuchillo de mi cuello y sonrió. – ¿Cierto que te enamoraste de mí? – Preguntó con esa sonrisa mientras se vestía y me dejaba verla vestir, – ¡Súbeme la falda! ¿Qué no ves que no puedo mover la mano? – Le subí la falda pero no me dejó ponerle ropa interior. – ¡Quédatelos! así me piensas con las manos cuando no me encuentres en el ventanal. – Y salió de mi casa para cruzar a la suya.
Después de eso, continuó hablándome. Dejando abiertas sus ventanas para invitarme a pasar. Me dejó besarla, tocarla, dormir abrazada a ella. Yo no me lo podía creer. Dicen que para adquirir un hábito necesitas 21 días, pero me bastó desde el día cero para saber amarla.
Ahora ella tenía 27 y pareciera que seguía en el cuerpo de sus 23. A menudo jugaba, se reía y me decía que era un fantasma, que por eso no se notaban las heridas de su alma en su cuerpo. – Te amo, Alejandra. Mi Alejandra. – Pensaba. Ella sabía, siempre lo supo, pero nunca me dejó decírselo.
Menos aquel día, en el que por casualidad, conoció a Fernando por internet, porque las relaciones ahora eran a larga distancia. Y es que ella era fanática de las películas en donde la muerte se hace presente para enamorarte. Fernando había dirigido “Horses”, una película donde al final los caballos se recuestan a la orilla del mar esperando la muerte. Alejandra había quedado tan prendida de esa película que empezó a escribirse con él.
Un día llegó de la nada, para decirme que se había enamorado en la Plaza de Toros, no me dijo de quién pero los ojos comenzaron a brillarle como luciérnagas en la luna.
– Perro que te quiero, perro.
Sombra y muerte,
casi nada.
La boca partida,
el pubis abierto.
Perro que te quiero, perro –
Le recité mi absurdo poema como un himno seguido de un “I love you, I love you so…” – ¿Pero qué dices? ¿Quererme? Que yo quiero amar muriéndome, ¿lo entiendes? – Alejandra cerró la puerta y no me dejó hablarle nunca más.
Se cambió de casa esa tarde. Un mes después la encontré corriendo en un parque, me saludó como si nada hubiese pasado. Dijo que tenía un boleto para Tahití, que allá se encontraría con Fernando, no sin antes ir a la Plaza de Toros para despedirse de su amor, que éste era el adiós definitivo entre nosotras.
La seguí. Seguí su cabellera perfumada dando coletazos al aire. Se detuvo para soltarse el cabello. Ella solo se soltaba el cabello cuando le pesaban las ideas. Un hombre la miraba como un perro saboreando la carne. Era él, “El matanovias”, que de inmediato entró detrás de ella a la Plaza de Toros. Supe que tenía que advertirle y entré enseguida buscándolos.
Él estaba parado detrás de una barrera. La plaza estaba vacía, yo no entendía nada hasta que, la vi a ella en el ruedo enfrentándose a un toro. El toro mugía, bramaba. Me quedé en silencio, perpleja. “El matanovias” tampoco se movía, pero no dejaba de verle el cabello.
Alejandra solo estaba enamorada de la muerte y un toro bravo era el amor del que se despedía. Tal vez para empezar una nueva vida, alejada de todo, naciendo otra vez. O tal vez, no quería pertenecerle ni a ella misma. El viento cubrió de arena mis ojos. Banderilla: polvo y solo polvo. Los rayos del sol cubren su cara, se empapa de sudor. Estoque: voltea a sonreír mi Alejandra, mirándome por última vez. ¡Cornada! Un trozo de cabellos de sangre vuelan en el aire – ¡Te amo, Alejandra! – No hay nadie quien lance rosas a su cuerpo.
A nueve mil kilómetros de distancia, Fernando toma un avión hacia Tahití desde el Aeropuerto de Barajas, lleva la imagen de mi Alejandra anclada al corazón.
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