Adriana Malvido nos presenta un relato fantástico lleno de nostalgia y con una fuerte llamada de atención para que nos replantemos lo que estamos haciendo como humanidad antes de que el tiempo se nos agote.
Lo observó desde una roca, desplegó sus enormes alas, aleteó majestuosamente, atravesó montañas, llanuras y bosques y se dejó caer sobre los hombros de Diego. Miró de un lado a otro mientras sus garras se prendían de la camiseta del muchacho y emprendió el vuelo hacia un lugar secreto.
“Mi nombre es Inka y quiero mostrarte algo”, le dijo el águila real. Con asombro, pero sin miedo, Diego se dejó llevar mientras escuchaba: “Generación tras generación, desde hace diez millones de años, hemos sobrevolado el territorio, poseemos la visión más aguda del mundo, podemos ver una liebre a dos kilómetros de distancia y lanzarnos a cazarla a 200 kilómetros por hora. Estamos presentes en el mito fundacional, nos dibujaron tus antepasados en los códices, nos eternizaron en piedra, somos el símbolo del sol, el astro que habita en nuestros ojos, pero ahora mi especie está amenazada, sólo quedamos 80 parejas”.
Volaron de noche. Y antes del amanecer, Inka descendió a tierra firme, soltó cuidadosamente a Diego y empujó con el pico una puerta. “Bienvenido a nuestra guarida, te invito a que penetres cada una de las habitaciones. Hazlo en silencio, pero abre bien los ojos y los oídos y guarda en tu memoria lo que vas a encontrar porque todo está a punto de desaparecer”.
Cuando abrió la primera puerta, Diego pensó que aquello parecía un arca de Noé. El primero en presentarse fue un conejito, el más pequeño que había visto en su vida. “Me llamo Zacatuche, vengo de los pastizales y de las partes más altas de las montañas que rodean la cuenca de México y no hay en el mundo una especie igual, somos únicos, pero como en el caso de mis colegas que ves aquí, la destrucción de nuestro hábitat nos tiene en peligro de extinción”. Curiosos, se le acercaron a Diego el gato montés, el venado cola blanca y una especie de salamandra con ojos rojos que, inflando sus branquias, le reveló: “Soy el ajolote, mi nombre viene del náhuatl, axolotl, que significa perro de agua. A nosotros nos gusta vivir libremente en los lagos y canales de Xochimilco, somos alimento y medicina del hombre, pero el plancton que nos alimenta se está perdiendo. Antes de irte, mira al mapache, a la tarántula, a la rana de Tláloc…”.
Detrás de la segunda puerta, Diego vio un bosque entristecido. Y un gran encino lo recibió: “Somos la flora, en peligro de extinción, de la que fue Tenochtitlán. Te presento a mis compañeros. Aquí está el bello Tepozan, que además tiene propiedades medicinales; y allá, mira ese arbusto, se llama Chapulixtle y aquel arbolito de tallo tormentoso, se conoce como Retama de Tierra Caliente. Este otro es mi amigo Palo Loco que sirve para curar heridas y reumatismos, observa sus flores amarillas qué bonitas. También el Capulín está entre nosotros, viene de las montañas del valle y, como yo, es útil para la recuperación de terrenos degradados o erosionados, además es medicinal y le regala sus frutos a las aves y los mamíferos silvestres. A la mayoría, nos están desplazando por unidades habitacionales”.
A Diego le sorprendió encontrar, en otro de los cuartos, viejas máquinas de escribir, videocaseteras y casetes, rollos fotográficos y negativos…Todo era silencio ahí, pero cuando atravesaba la puerta de salida, se cruzó con una fila de CD´s que, tocando sus últimas notas, estaban listos para entrar de la mano de un organillero. Cuando ingresó al siguiente espacio, vio un gis dibujando en el piso juegos que alguna vez pintó sobre las calles y que insiste en trazar todos los días para que nadie los olvide. “Este es el avión, este es el cuadro…”. Ahí mismo saltaban las matatenas y se tiraban al suelo unos palitos chinos de colores, en busca de manos infantiles.
El último cuarto estaba vacío. Diego buscó con la mirada alguna huella y con el oído el eco de algún sonido. Escuchó a Inka: “Este lugar es para ustedes”. “¡Cómo, si no estamos en vías de extinción!”, exclamó el muchacho. “¿Has oído hablar de la inteligencia artificial? Podría ser el principio de un cambio radical de lo que entendemos como humanidad. A menos que demuestren la grandeza a la que fueron destinados”, dijo el águila.
Cuando Diego despertó, estaba en el centro de la Ciudad de México, tapado con plumas, en la puerta de Bucareli 69. Desde ahí alcanzó a ver un sol atravesado por la sombra de dos enormes alas.
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