En una ciudad tan atascada de gente como lo es nuestra capital, es fácil dejar pasar los rostros que vemos día con día… Pero, ¿acaso no es más fuerte la ausencia que la presencia?
Tenía yo una intuición severa acerca de ir o no ese día al Zócalo. La gente sabe siempre qué calle sigue: los nombres, los héroes, los hechos, los días, son aceptados por esquinas y no por sucesos. Hasta cierto punto era real tener miedo asistir a un lugar de batallas y de sacrificios, tener presente las lanzas, los caballos con miedo retrocediendo al asecho del viento que los recuerda. No era yo el único capaz de entrever eso mientras los pasos se hundían en un terrible lodo y una sangre casi negra, detenerse bruscamente porque allá a lo lejos, venía un grito sagaz a hundirse en la plaza. Pero después el claxon, los taxis apretados con tedio, que lo situaban a uno en la banqueta, en el asfalto.
Entonces sí, era correcto decir que tenía yo un cómplice. Aunque claro está que un estudiante de Historia no puede dejarse engañar fácilmente, Bernardo era de una voz sutil y a la vez tenaz. Seguro en sus afirmaciones. Nunca había oído hablar de él a pesar de que aquí deambulan los filósofos, los literatos, los críticos y los testigos, que después daban pláticas secretas entre las calles contiguas a la plaza sobre asesinatos, posibles coaliciones políticas y la hambruna cada vez peor. <<El menú del día>>, decía Bernardo. Claro que él no era hombre hecho académicamente, vendía papas fritas en un puesto cerca de la entrada principal a la catedral. Se había formulado críticas por su propia cuenta, había profundizado en la historia mexicana y en la literatura, pero nunca decía cómo había llegado a ese mundo de letras.
Lo había visto el domingo pasado, leía constantemente los diarios y de eso hablábamos un largo rato: los enfrentamientos, los desaparecidos, las alianzas internacionales, la ilusión de la justicia. Pero nada nos motivaba más que los periodistas, los considerábamos unos guerreros, los hombres que moldeaban y abrían paso a la verdad. Una ocasión hablamos largo rato de Javier Valdez; cansamos los argumentos, nos metíamos en palabras ambiciosas, mencionamos nombres que por temor se callan. Por supuesto, todo era casi en susurros, y cuando nos dábamos cuenta nos avergonzaba nuestra idea de seguir hablando.
El martes en la noche pasé agitado, corriendo hacia El Balcón del Zócalo, sumido en una lluvia incesante y con el temor común de resbalar. Me asomé de reojo al pasar frente a los puestos para ver si Bernardo seguía discutiendo cosas que en esos días le habían traído insomnio. Yo tenía prisa por llegar a una cena con un profesor que nos recomendaba hacer una investigación acerca de las dictaduras latinoamericanas. Al salir de la cena me precipité en seguida hacia donde se reunía con sus amigos por las tardes, cuando había terminado la jornada. Al pasar frente a ellos, intenté buscarlo sigilosamente. Nadie parecía saber del tiempo, de los truenos a los lejos y de los sollozos en los que estaban sumergidos. Estaban totalmente mojados por el chubasco y la garúa que persistía. Noté que era algo de poca importancia para ellos, algo que sólo se evade en la desdicha. Nadie quiso hablar. Corrí a buscarlo porque comprendí que algo había provocado con ese coraje que sentía por el posible desalojo, la pérdida de la mercancía y la multa agobiante; no sólo suya, sino de los vendedores cercanos. Yo comprendí que se habían refugiado en él, las penas habían sido encausadas a él, las peticiones, las inconformidades.
Al día siguiente estuve esperando respuesta de alguien que decidiera regresar a testiguar la verdad. Histérico, con el llanto en la garganta, me propuse encontrar a alguien que supiera lo que había ocurrido el martes en la tarde, pero nadie, más que la gente nueva, los perros sedientos que añoraban también a los migrantes. El domingo en la tarde, con una resignación que ya nada tenía de justicia y verdad, decidí sentarme un rato a evocar a Bernardo. Pensar por ejemplo, la tarde que me confesó la muerte de su amigo (también conocedor de la política). Había reprochado cuando los policías querían echarlo. No pagó ninguna multa y resistió la pena cuando fatalmente procedieron a tirarle su carro con fruta. Tenía los ojos firmes cuando vio correr las papayas y los melones hacia las coladeras, la piña envuelta en mugre y los limones esparcidos hacia donde venían los perros corriendo hambrientos, llenos de suerte. Al día siguiente se corrió la noticia entre los vendedores de que Juan se había suicidado, pero Bernardo me dijo que él era incapaz de privarse así de la vida. <<Arriba en la catedral, las palomas picotean algo más que pan, y los aromas pestilentes de la tarde no son sólo de las coladeras>>, me dijo.
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