En este relato apocalíptico, Emiliano Monge nos muestra el peregrinar de un hombre y una mujer en medio de una CDMX en ruinas. Cuando todo a tu alrededor parece muerto y perdido, solo queda conservar el fuego de la esperanza.
Para llegar al zócalo, Tatiana y yo hemos tardado más de lo previsto. No sabíamos, aunque tendríamos que haberlo imaginado, que también aquí estaría todo destruido.
Las últimas calles fueron las más complicadas: los cráteres, los coches abandonados a su suerte y las enormes barricadas nos presumen los vestigios de los tiempos agotados. Y para colmo está oscureciendo. Siento cómo Tatiana avanza cada vez más cerca de mi cuerpo.
Un par de metros después, Tatiana me abraza: en la distancia, al mismo tiempo que las sombras van posándose en las cosas, los sonidos de la noche han empezado a escucharse. Son los que quedan, despertando del letargo en el que el día nos sume a todos.
Cuando llegamos hasta el centro de la plaza, la oscuridad se ha apoderado por completo del espacio y los sonidos que se oían a lo lejos suenan un poco más cerca. Por eso Tatiana no me suelta. Si pudiera, creo que subiría sobre mis hombros.
Parados donde estamos, Tatiana y yo giramos una vuelta entera. Buscamos un destello en las ventanas. Pero todas permanecen en penumbras. A punto de rendiros, vemos, al mismo tiempo, el reflejo apenas distinguible de una llama.
El fuego danza encima de la cúpula que sigue aún en pie y que se levanta entre las ruinas de la vieja Catedral abandonada. Aunque estoy seguro de que adentro no habrá nadie, me aventuro a comprobarlo. Y a pesar de que al principio se opone, Tatiana me acompaña.
Atravesamos la plaza utilizando las veredas que alguien más abrió sobre la plancha. Luego burlamos la punta del asta bandera —el inmenso mástil fue doblado y ahora traza un arco enorme— escuchando cómo los que quedan siguen acercándose a nosotros.
Cuando al fin estamos frente a la reja del atrio, Tatiana me detiene jalándome del brazo. Entonces señala la cúpula: el destello que había ahí se ha apagado. Era el fuego de San Telmo, dice Tatiana abrazándome de nuevo: he leído sobre éste en los libros de antes de la prisa.
Así la llamamos nosotros: la prisa, aunque fue otro el nombre que los científicos usaron. Pero los nombres dan lo mismo. Sobre todo cuando ya no queda nadie aquí que hable. Entonces sólo importan los sucesos. Y el suceso fue que de repente la tierra aceleró su movimiento.
Alejándonos del atrio, Tatiana y yo encaminamos nuestro andar hacia el lugar donde se hunde la primera ciudad destruida. Soy yo quien piensa que ahí hallaremos resguardo, aunque no tengo motivo para hacerlo. Apenas la certeza de que allá, del otro lado, siguen acercándose a nosotros los que quedan.
Antes de llegar hasta el gran cráter, mis pies tropiezan con la prótesis mecánica que un hombre utilizara como mano. Amarrado a uno de los dedos de esta mano hay un hilo. Horadando la penumbra, mis ojos siguen la madeja hasta el cadáver de un globo desinflado.
Sonriendo, avanzo un par de pasos, levanto el plástico del suelo y desanudo su boquilla. Cuando Tatiana vuelve a abrazarme, estoy soplando. Entonces, levantando al cielo el globo otra vez hinchado, se lo regalo a Tatiana, que me devuelve una sonrisa y se sienta en una piedra.
No podemos descansar mucho más tiempo, le digo a Tatiana tras un par de minutos y escalando un montículo de piedras sumo: ellos se siguen acercando. Sonriendo, Tatiana pincha el globo que le he dado, se levanta dando un salto y asevera: qué poco tiempo ha hecho falta.
Sin ponerle mayor atención, busco alguna vereda que nos lleve a la primer ciudad caída y, tras hallarla, bajo del montículo corriendo. Entonces le señalo a Tatiana el camino y ella vuelve a abrazarme. No hemos avanzado cinco metros cuando ella se detiene y suelta: qué poca vida para tanta muerte.
No es momento, le respondo a Tatiana: no es momento para hablarlo ni hablar aquí de nada. La conozco y sé que está otra vez a punto de rendirse. Sé que quiere detenerse, esperar en medio de estas ruinas a que lleguen los que quedan: párate y camina… no quiero tener que dejarte aquí.
Cerca del gran cráter, Tatiana y yo encontramos dos cadáveres recientes. Como a todos los demás, les han vaciado las cavidades oculares. Luego, mientras seguimos contemplando estos dos cuerpos, escuchamos deslizarse varias lajas: cada vez están más cerca los que quedan.
Ándale… tenemos que apurarnos, le digo a Tatiana arrastrándola hacia el cráter donde se hunde la primera ciudad caída. Ya no quiero, me dice, sin embargo, Tatiana. Y vuelve otra vez a detenerse. Y vuelve otra vez también luego a sentarse: si los quieren que los tomen… les regalo a ellos mis ojos.
No va a usar nadie tus ojos, le respondo a Tatiana enfurecido: ni tampoco van a usar los míos, añado levantándola del suelo. Luego la sacudo en el lugar en el que estamos y le explico: ya no falta casi nada… es nomás aquí adelante… vas a ver qué habrá ahí resguardo.
Cuando finalmente descendemos hacia la ciudad destruida, que debajo de la otra ciudad destruida extiende sus túneles secretos, convenzo a Tatiana de meternos a uno de éstos y de esperar allí a que vuelva el día. No será una espera larga, me digo empujando a Tatiana y apurando el ritmo de mis pasos.
Serán sólo unas cuatro horas, insisto en voz alta y al oído de Tatiana. Necesito devolverle la esperanza. Conseguir que recupere la entereza, más ahora que buscamos un lugar para dormirnos, más ahora que tenemos que cuidarnos: no será ni tanto tiempo… ya lo sabes… unas cuatro o cinco horas.
Tras deambular por varias catacumbas, Tatiana y yo encontramos el rincón que nos parece más seguro y es ahí donde finalmente nos paramos. Vamos a dormir aunque sea un rato, le digo entonces abrazándola con fuerza: descansa tú primero… cambiaremos guardias luego.
Mientras Tatiana duerme, de tanto en tanto, escucho el eco, en la distancia, del extravío de los que quedan. A veces sus pasos se acercan. Otras veces se alejan. En ocasiones son los pasos de un hombre. Otras son los pasos de algún grupo más nutrido.
A pesar de que el sueño me cierra los ojos, no quiero despertar a Tatiana esta noche. No quiero obligarla a que vele ella mi sueño. Hoy es uno de esos días en que la fuerza la abandona. Una de esas noches en que querría ser encontrada. No la culpo, hay ocasiones en que soy yo el que eso quiere.
Y esas veces es Tatiana la que aguanta mi extravío, la que me empuja allá afuera y la que arrastra mi cuerpo entre las ruinas. Y no son pocas esas veces. Esos momentos en que ella, que al fin duerme aquí a mi lado, asevera: vamos a encontrarlo… ya verás que vamos finalmente a hallar el fuego.
He decidido que hoy no voy a despertarla. Prefiero aguantarme yo el cansancio. Estoy seguro de que al final valdrá la pena. La conozco: sé que durmiendo recupera ella el coraje.
Además aquí no iban a encontrarnos. Han estado los que quedan dando vueltas pero no han podido hallarnos. Los escuché toda la noche. Tanto que al final hasta dejé de sentir miedo. Quizá hayamos finalmente encontrado una morada.
Dentro de poco va otra vez a amanecer. Y el descanso habrá repuesto a Tatiana por completo. Y los que quedan habrán vuelto a su letargo. Y nosotros, como siempre, podremos otra vez buscar el fuego.
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